Ciudades y cambio climático

Cecilia Conde Álvarez, Elda Luyando López, Saberes y Ciencias

Cecilia Conde, Elda Luyando, Mary Carmen Flores y Adalberto Tejeda | Saberes y Ciencias – La Jornada de Oriente


A partir de que los núcleos urbanos ofrecieron mejores servicios y mayores oportunidades, la migración hacia las ciudades se ha convertido, para una gran parte de la población, en el único camino para lograr la sobrevivencia. Si bien los migrantes provienen predominantemente del campo (desatendido en casi todos los países), es innegable que las urbes no sólo han proporcionado medios más accesibles de subsistencia, sino también actividades culturales y de ocio atractivas para los habitantes de todos los tiempos y de casi todos los continentes. El éxito urbano ha sido tal que, según el Banco Mundial, más de la mitad de la población vive en ciudades, y crecerá hasta que siete de cada 10 personas habite en alguna a mediados del siglo XXI. Actualmente, tan solo en América Latina, casi 80 por ciento de la población es urbana, lo cual no ha sido garantía de un crecimiento de la productividad, el trabajo o el capital.

Para algunos autores, a manera de símil, las ciudades son como un ser vivo, con un metabolismo urbano que tiene entradas, salidas y transformaciones de materiales y energía. Se convierten entonces en grandes demandantes de energía, agua y alimentos, y en retorno, son focos de contaminantes, con materiales de desecho que terminan en el agua, en cañadas, ríos y depósitos en campo abierto, inclusive en el mar. Esta degradación significa que existe una superficie severamente alterada, por lo que cabe esperar que este nuevo y artificial uso de suelo haya modificado, como consecuencia la atmósfera urbana.

Generalmente, lo primero que viene a la mente cuando se habla de atmósfera urbana es la deficiente calidad del aire, la cual se ha vuelto un problema grave en grandes urbes como Pekín, Nueva Delhi o la Ciudad de México. La generación de más de 50 por ciento de las emisiones de contaminantes que provienen de las grandes ciudades en el mundo (por sus procesos industriales, los servicios de electricidad y agua que proporcionan, por el transporte público y privado, etcétera) con lo que contribuyen a un cambio climático a escala global. Si las ciudades reducen significativamente esas emisiones, mejorarán no sólo la calidad de vida de sus habitantes, sino que reducirán los impactos negativos del cambio climático en los ecosistemas y las personas de otras latitudes. Los científicos, y también la población del mundo, detectan ya eventos climáticos extremos, como son las fuertes sequías, precipitaciones que producen inundaciones y la ocurrencia de altas temperaturas nunca vividas en el pasado.

Pero los efectos sobre la atmósfera urbana abarcan más allá de los contaminantes emitidos por fábricas y automóviles. Las ciudades pueden modificar localmente el clima debido a la distribución y orientación de las edificaciones, a las características de los materiales con que están construidas y la escasez de áreas verdes. El clima urbano se caracteriza principalmente por el aumento de la temperatura citadina, lo que se conoce como la isla urbana de calor, es decir, un ambiente más cálido dentro de la ciudad en comparación con los alrededores rurales. Este ambiente más caliente propicia la ocurrencia de lluvias torrenciales y sus consecuentes inundaciones, fallas en el suministro eléctrico y caos generalizado. Hoy se sabe, con más de 90 por ciento de confianza, que en grandes áreas urbanas (particularmente en Europa, Asia y Australia) el número de días y noches frías ha disminuido, que los días y noches calientes han aumentado, al igual que el número de ondas de calor. También es probable que el número de eventos de precipitaciones extremas aumenten su frecuencia.

El estudio del clima urbano es, por tanto, una prioridad para preservar y mejorar la calidad de la vida humana, pero también para amortiguar el impacto ambiental que provoca el crecimiento urbano.

Si aunamos el efecto urbano al proceso del calentamiento del planeta, comprenderemos que la combinación de ambos fenómenos incrementará la vulnerabilidad de la población.

Acciones en marcha

En general, los cambios en temperatura y humedad atmosférica apuntan a fuertes efectos en la salud humana y en la vegetación urbanas. También nos alertan del surgimiento de altas demandas de agua y de energía. En este tema se proyecta que:

  • El número de ciudades expuestas a temperaturas extremas casi se triplicará en las próximas décadas. Para 2050, más de 970 ciudades en el mundo experimentarán temperaturas máximas promedio en verano de 35° C. Hoy, solo 354 ciudades son tan calientes.
  • La población urbana expuesta a estas altas temperaturas aumentará en un 800 por ciento para llegar a mil 600 millones a mediados de siglo.
  • Las ciudades menos acostumbradas a lidiar con el calor extremo son especialmente vulnerables. La ola de calor de 2003 en Europa generó 70 mil muertes.
  • El calor extremo provoca dificultades en la provisión de servicios esenciales como la energía, el transporte y salud. Durante la ola de calor de 2016, los hospitales de la India recibieron el doble de pacientes que de costumbre.
  • Las olas de calor son un drenaje económico. Pueden reducir la producción de bienes y servicios en más de 20 por ciento en sectores como la manufactura y la construcción. Los costos económicos globales de la reducción de la productividad debida podrían alcanzar los 2 billones de dólares para 2030.

Ante estos escenarios, ¿qué alternativas se pueden aplicar? Diferentes ciudades en el mundo han iniciado acciones y transformaciones para reducir su vulnerabilidad ante las condiciones actuales y de cambio climático.

Por ejemplo, han impulsado la plantación de árboles nativos. Por supuesto, se requiere hacer un inventario de especies arbóreas nativas. Es importante detectar en dónde se pueden proponer otras áreas verdes para potenciar el efecto de las “islas de frío”, también llamadas “oasis urbanos”.

Otra estrategia es la creación de espacios temporales al aire libre durante el verano. En algunas ciudades europeas, las calles están equipadas con áreas para sentarse, fuentes para beber y algunas incluso tienen máquinas de rociado de agua donde los niños pueden jugar.

Además, es fundamental proporcionar información oportuna y apoyo mediante sistemas de alertas climáticas para la población. En París, Londres, Rotterdam y Atenas se tienen mapas y aplicaciones informáticas para ayudar a las personas a averiguar dónde pueden ir para mantenerse frescos en los días calurosos.

En algunos países se han establecido umbrales a partir del comportamiento de la salud de la población. A través de los registros hospitalarios y su relación con las secuencias de temperatura máxima, se establece un “disparo de la mortalidad”, como es el caso de la ciudad de Madrid (36.5°C), Sevilla (41°C) y Lisboa (33.5°C) (Díaz et al, 2002). En Argentina se considera la presencia de una ola de calor cuando las temperaturas superan el percentil 90 (Servicio Meteorológico Nacional de Argentina, http://www.smn.gov.ar/). Una tarea urgente es identificar en las ciudades quiénes, dónde y en qué horarios se mueve la población más vulnerable, como los niños y los adultos mayores.

El riesgo se incrementará conforme el envejecimiento de la población mexicana crezca en las próximas dos décadas. Además, las temperaturas extremas también impactan el tiempo de trabajo y la productividad laboral, sobre todo a quienes laboran en las calles citadinas (vendedores, choferes de transporte y obreros de la construcción, por ejemplo), con pérdidas para la economía, sobre todo para el ingreso de los hogares.

Nota: En este número de Saberes y Ciencias se presentan los avances del proyecto PAPIIT IN102820 UNAM, BUAP, UV. Los autores agradecen su apoyo.

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